Antesala


Una vez que dejó de exhalar y los ojos se le cristalizaron hubo llanto, un cajón y la prolija tumba cavada a medida. Días de recuerdos benévolos. Silencio.
Seguramente todos, como los miembros de cualquier otra familia común, hubieran preferido con el paso de las semanas volver al vacío de la rutina. Pero a pesar de estar muerto su manía de arrastrar las chancletas por el pasillo al volver de buscar el diario era audible todas las mañanas, y largas fueron las discusiones entre madre e hijo al sentir constantemente un olor potente a humo de cigarrillo en  las distintas habitaciones. Ese hedor que llenaba los pulmones de la casa de un cáncer invasivo. Nunca hubo colillas ni rastros de ceniza. Sólo el tufo penetrante de tabaco negro fumado uno atrás otro sin respiro, que se impregnaba en la ropa, las pantallas de los veladores, los cubrecamas; que ahogaba los poros de los libros cada vez que sus páginas eran abiertas.
Las peleas fueron olvidadas la tarde que ambos entraron discutiendo en la cocina y por un instante lo vieron apoyado en el alfeizar contemplando el patio del fondo. Más allá su viuda colgaba ropa recién lavada con la lentitud propia de la vejez 
El escepticismo, sin embargo, los condenaba a preferir no creer del todo lo que pasaba  así que decidieron tácitamente seguir ignorando al anciano. Pensaron que de esa forma se hartaría de dar vueltas por la casa. Que en algún momento descansaría en paz, allá lejos, en el cementerio donde fue dejado al abrigo de las entrañas de la tierra y la humedad.
Ella sabia que no sería así. Era la única que había percibido cómo el tilo que su esposo plantó al construir la casona dejó caer lentamente sus hojas hasta quedar expuesto. Cómo cambió su follaje por una piel agrietada, gris, y los miles de brazos extendidos, desnudos hacia arriba, ahora lastimaban  a las nubes que se atrevían a sobrevolarlo.
Jamás lo talaron. Por orden suya el árbol muerto nunca fue tocado.
Con los años ellos pronto se acostumbraron a ignorarlo. Hacer como que no existía. A hablar sobre él sólo en pasado. No querían verlo paseando por el fondo, evitando que la gramilla creciera en los canteros, ni lo escuchaban cuando susurraba algún buen movimiento mirando el tablero de ajedrez por encima del hombro de los jugadores. No sabían que por las noches se sentaba a los pies de su cama y sonreía al verla dormir.
Tiempo después, cuando ella decidió no esperar més y se quedó profundamente dormida; cuando el tilo de la noche a la mañana reverdeció en todo su esplendor envolviéndolos con un perfume penetrante que suplantó al del tabaco negro. Cuando todo quedó en silencio, estático, tieso, ellos advirtieron que no fue su indiferencia lo que obligó al anciano a desistir. Sólo entonces comprendieron que él había decidido demorarse lo que fuera necesario. Esperarla para no cruzar solo al otro lado.


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