Moebius: diario de encierro


Cuarentena. Día II: desinfección con lavandina y compra de víveres. El supermercado está ya con faltantes. Pero dentro de todo nada grave. Por alguna razón solo se llevaron el alcohol, lavandina y todo el papel higiénico. La gente ya entró en un grado de persecuta insoportable. Un hombre ninguneó bastante mal a una vieja por no pararse a un metro y medio en la fila y puteó a la cajera por no tener alcohol en gel en el mostrador para los clientes. Muy prepotente, muy avalado por los medios para ser mierda. Por ahora en la tele solo pasan noticias sobre el viejo continente, acuartelado en sus casas. Al principio, los primeros días, no le di importancia. Simplemente porque ni mi escepticismo ni mi falta de ganas de que fuera verdad me dejaban asimilarlo. Opté por burlarme de los que repetían como autómatas lo que decían los noticieros. 

 Cuarentena. Día VI: me di cuenta de que no conozco a la gente con la que vivo hace un año. De repente hablamos de tantas cosas que tengo la cabeza saturada de información. Ninguno de los dos parece muy afectado con la cuarentena todavía. Se la pasan haciendo desafíos de Instagram y videollamadas simultaneas con gente que hace mil años que en la vida real no frecuentan; también tranquilizando a sus padres y madres, que ya fueron declarados pacientes de riesgo y no terminan de entender qué pasa, pero por las dudas se mantienen informados viendo Crónica y CN5. Yo no la llevo tan bien. No me gusta estar encerrada, necesito salir, estar rodeada de gente, aunque no las conozca y no me hablen. Ir al cine, a los parques, al microcentro, a los museos. Una de las razones por las cuales decidí vivir en ciudades grandes es porque amo el gentío, el bardo, las calles llenas de anónimos, las horas picos, las noches de gira, los recitales al aire libre, la vida en multitud. Esta realidad suspensa me da alergia. Siento que todo es parte de un prólogo, el trailer de una película pos apocalíptica mal guionada y de muy bajo presupuesto. En la vida real me quejo siempre de no tener suficiente tiempo para dormir, ver amigos, leer, terminar las series que siempre dejo a la mitad, quedarme en pantuflas todo el día haciendo nada, limpiar mi cuarto, arreglar las cosas de la casa, vaciar los placares, ordenar, tirar lo que ya no uso, escribir. Siempre me vivo quejando de que no estoy nunca en casa más que para dormir (a veces, porque por lo general me quedo pernoctando en cualquier lado y solo vuelvo cuando las mudas de ropa que tengo en la mochila se me acabaron o ya no tengo plata ni en la billetera y ni en el cajero como para seguir callejeando). Pero ahora es diferente porque este no-tiempo no lo elegí, me lo impusieron. Lo siento como un arresto domiciliario de cadena perpetua. Hasta que los medios de comunicación digan lo contrario. Hasta que logren parar una inminente disputa bacteriológica entre las grandes potencias y los muertos sean incontables. No siento que sea una oportunidad de tiempo productivo. El estrés es peor estando encerrada. A todas las obligaciones que tengo que cumplir, ahora de forma remota, se suman las largas listas de cosas que hay que hacer para matar el tiempo, más las charlas por zoom interminables y mi incierto estatus laboral, mucho más inestable de lo que es siempre, más los vínculos, ahora tan artificiosos, tan poco humanos, tan Black Mirror. Por eso me angustia ver que todos se esfuerzan por sentir que pasará pronto y que mientras tanto debemos mantenernos activos, funcionales. No permitirnos caer en la desesperación. No permitirnos llorar. Haciendo de cuenta que, cuando pase, todo va a volver a ser igual. Como si lo que teníamos fuera lo mejor que podríamos lograr.  

Cuarentena. Día VIII: habíamos pautado con mi hermano no volver al pueblo para no contagiar a nadie. Hacía dos días que estaba dele cocinar recetas nuevas. Pero hoy cuando llamé a casa mi vieja me contó que llegó anoche, de madrugada. No soportó el encierro ni el aislamiento. Su edificio, lleno en su mayoría de estudiantes, se fue vaciando con el correr de los días y las calles se empezaron a convertir en desiertos de cemento. Se tomó el último colectivo antes que se declarara la cuarentena obligatoria. Me enojé muchísimo porque nuestros viejos sí son del grupo de riesgo. Pero después recordé que él también, por su asma, y reconocí en secreto que tal vez yo también hubiera preferido volver a mi querencia si estuviera más cerca en vez de quedarme encerrada en este departamento. Me dio alivió que estuvieran juntos. Por mi parte, solo se me ha dado por arreglar cosas y limpiar respondiendo a mi toc y su facilidad para hacerme levantar mil veces de la silla hasta que todo está en aparente orden. Por alguna extraña razón que todo esté en su lugar y sin polvo me otorga una paz insustancial y fugaz. No puedo evitarlo. 

 Cuarentena. Día X: Como nunca suelo estar a la tarde en casa decidí no darles pelota a todos los mandatos nuevos de aprovechar el tiempo libre y aprender un idioma nuevo, hacer rutinas de ejercicios imposibles, meditar, devorar series en Netflix o leer miles de PDF de clásicos de la literatura. Me la paso sentada en el balcón mirando la nada. Vivimos tan alto que la vista siempre es increíble, sobre todo cuando baja el sol. Los colores cambian de un parpadeo a otro, las nubes varían constantemente. Traté de sacarle fotos, pero no se aprecian bien. Así que desistí y simplemente observo durante horas hasta que los días se apagan poco a poco, guardándolos en el reverso de mi retina, apreciándolos como lo más hermoso de todo este confinamiento estúpido. Reacomodé el orden de las plantas según sus tamaños. Extrañamente están alegres, más grandes. Muchas dieron flores incluso en estos últimos días de verano. Mi compañera dice que puede ser porque estamos en casa, todo el tiempo. Cree que tal vez las plantas estaban muriendo por soledad y tristeza. Sigo sin hablarles, pero ahora me siento todas las tardes que no me toca salir para ir a trabajar y nos hacemos compañía mientras miro los techos y el horizonte siempre distante, siempre cambiante. Descubrí que hay varios vecinos que tienen perros. Algo que me sorprendió porque según los posteos en redes la mascota preferida por excelencia es el gato. Hay uno a mitad de cuadra que está toda la tarde en la hamaca paraguaya y colgó luces de colores en su patio rectangular. Hay otros que en la terraza tienen una pileta y se la pasaron presumiendo desde el comienzo de la cuarentena con sus chapoteos mudos todas las siestas. En el edificio de la otra cuadra ayer presencié un picadito entre tres pibes. Estuve bastante tiempo viéndolos jugar, conteniendo la respiración cada vez que la pelota parecía que se iba a tirar vaya a saber cuántos pisos en caída libre, hasta que una mujer subió y empezó a agitar los brazos, al parecer muy indignada. El partido se suspendió y quedó 4 a 6. Cuando a los pocos días lo retomaron, la pelota efectivamente se suicidó. Después de varias horas, cuando me aburro de mi voyerismo entre los barrotes de la baranda, me quedo horas acostada sobre las baldosas. Paso las piernas y dejo colgando los pies desnudos, cierro los ojos y siento el viento en las plantas y el vértigo en todo el cuerpo. El sol quema, se escuchan más los cantos de pájaros a toda hora gracias a que acallaron forzosamente el paso por la autopista. Me quedo así, tratando de no pensar en nada ni llorar, hasta que me duermo y me despiertan los aplausos de todos los que salen a los balcones a gritar y vitorear a los que trabajan en el sistema de salud. Alguien pone el himno, alguien juega con un láser verde y otros apagan y prenden las luces de sus balcones. Es la única actividad pautada por redes sociales que todos cumplen. Los pañuelos blancos por el día de la Memoria no fueron masivos. Los cacerolasos desde las ventanas para protestar al mejor estilo 2001 no se hicieron escuchar con elocuencia. Pero cada noche todos religiosamente salen a aplaudir a las nueve en punto y se ven miles de cabezas oscuras recortadas contra las luces de las ventanas. Anoche nos asomamos cinco minutos antes al balcón e improvisamos un concierto en dueto a capela. Los aplausos y ovaciones fueron increíbles. 

Cuarentena. Día XII: estoy re podrida de las mil noticias anunciando el fin del mundo y los memes y la abulia generalizada. Harta de revisar mil veces el celular, escrolear buscando algo entretenido que ver, estalkear gente que en la vida real no me interesa. Me cansé de las cadenas de textos esperanzadores y frases hechas. Al principio, al igual que muchos, pensé “pobres chinos, que mal que la están pasando allá lejos”. Cuando la cercanía fue cotidiana creí que simplemente era una mala broma. Una propaganda más de los paranoicos de siempre que nada tienen que hacer con sus vidas y ven conspiraciones mundiales en todos los rincones del planeta. Pero con el paso de los días sus lógicas dejaron de ser tan descabelladas y hubo una proliferación masiva de paranoides. 

Cuarentena. Día XIII: bajo la excusa de regular y mantener entre todos altos porcentajes de higiene social son muchos los policías de balcón que florecen con el reciente sol otoñal, a gritos pelados o incluso con megáfonos, acusando a cualquiera que ose pasar por sus veredas de estar incumpliendo el toque de queda y poniéndonos en riesgo a todos. Son tantos los ojos controlando cada paso en falso a toda hora que es muy difícil no sentir que el panóptico de Foucault es total y absolutamente tangible. Porque frente a la mirada de otros tenemos la conciencia de no tocarnos la cara, lavarnos las manos apenas llegamos a cualquier lugar, no tocar barandas ni pasa manos en ningún transporte público y evitar acercarnos demasiado en las calles por miedo no tanto al contagio sino a la ira contenida de ese otro que, al sentirse amenazado, es capaz de cualquier cosa si ingresamos en su radio de espacio personal. Después de las primeras semanas empecé a extrañar los abrazos, los besos en las mejillas. Poder tomar mates sin que sea un agente de caos si alguien no lava su bombilla. Me sorprendí al darme cuenta de que mi entorno también mantenía la distancia reglamentaria y pronto tuve que desistir y resignarme a no tener ni el más inocente contacto humano. Todos al principio amagábamos con saludarnos por costumbre. Ahora cualquier tipo de cercanía se traduce en confusión, gestos de pánico, miradas furtivas a los costados y varios pasos turbados hacia atrás. La única que en secreto me saluda con un beso y un abrazo es una compañera de trabajo que es un poco la madre adoptiva de todas y con la cual ya casi es un juego cómplice saludarnos afectuosamente fuera de la mirada de nuestros jefes y demás compañeras para que no nos lapiden. 

Cuarentena. Día XV: tengo una amiga que quedó encerrada con su gata. Los primeros días, como tuvo fiebre, sin saber si era por un resfrío o de pura hipocondríaca, decidió acuartelarse y aislarse de todos por las dudas. Le pidió a la pareja que vive en su piso que le hicieran las compras para no tener que salir y contagiar a nadie. De repente sintió que tal vez prefería morir sola antes que contagiar al resto y eso la angustió muchísimo. Fue con la primera que acepté hacer video llamadas. Venía invicta, zafando de los bucles de tiempo en los que parece que quedamos atrapados cada vez que una video llamada inicia. Porque todo se suspende, tenemos la sensación de acortar distancias y, encariñados con esa ilusión, pasamos horas hablándole a una pantalla llena de caras conocidas, extrañándolos, pero también con la comodidad de poder estar descalzos y en culo, sin bañarnos, sin tener que tomar tres combinaciones de subte para ir a verlos o soportando la música fuerte y el horrible olor a humedad de las cervecerías. Sociabilizar con solo un click, sin esfuerzo, en la comodidad del hogar, desde nuestras camas, parece ser una de las mejores cosas de este encierro. Para no hablar de la cuarentena, el coronavirus, los brotes del dengue y el caos mundial, nos dedicamos a mirar series. Cada vez que me llama tengo que tener la batería del celular a 100% y la computadora lista. Desistimos de ver de otra página que no sea Netflix porque mi conexión, cuando mi compañero de casa está jugando online, es pésima. En teoría es casi como si estuviéramos jutas en su casa, tomando birra y fumando, riéndonos como idiotas e interrumpiendo con mil comentarios cada acción de los personajes, indignadísimas, criticando hasta el último de los detalles poco verosímiles. Fue difícil al principio agarrarle la mano al conteo. Para poder ver al mismo tiempo cada capítulo ella cuenta en voz alta hasta tres y al mismo tiempo ponemos play. Lo cual es complicado porque a veces el sonido de la video llamada por whatsapp está diferido. Otras, nuestro internet carga a destiempo y, entonces, alguna de las dos escucha el eco de lo que la otra está mirando, espoileandose sin querer todas las escenas o por lo que escucha o porque la otra, abstraída en la ficción, reacciona exageradamente a una trama insípida y bastante predecible. Nos hemos dedicado a buscar series cortas, con preferencia de temáticas LGBTIQ+, a pesar de que parecen estar de moda los dramas de adolescentes de clase media alta, con o sin superpoderes. Igual todas las que vimos suelen caer en los más aburridos clichés. A fin de cuentas, terminan siendo más interesantes nuestras discusiones y puntos de vista sobre lo que vimos, irnos por las ramas y hablar mil giladas más. Sin dudas extrañamos salir juntas a bailar y tomar hasta que damos asco. Extrañamos las madrugadas de filosofía barata y cenas en su sillón, las escapadas a fiestas bizarras, recitales, juntadas de desconocidos; volver al alba riendo a carcajadas como si todavía tuviéramos veinte años. Nos extrañamos sin remedio a pesar de vivir en barrios vecinos, a tres paradas del subte E. 

Cuarentena. Día XVII: la incertidumbre de la vinculación con vínculos desvinculados o a vincular me está matando. Con la hipocondríaca las charlas por zoom se hacen cada vez más cotidianas. Algo que ninguna de las dos lleva del todo bien es la abstinencia. Como si fuéramos unas adictas en pleno tratamiento de rehabilitación. Después de varios meses volvíamos a coincidir por fin en estado de soltería puro. Pero lo que parecía ser la promesa de un reinicio de la típica seguidilla sin fin de metidas de pata y pruebas y error se sintetizó a un encierro ascético insoportable. Poder salir a trabajar algunos días nos viene salvando de la locura y los cuadros depresivos que acostumbramos dramatizar. Pero, carentes de un lado asquerosamente romántico, nuestras vidas se vieron reducidas a la abulia y autosatisfacción absoluta e inevitable. Ni camuyos por chats ni nudes ni nada. Ante el encierro y poca probabilidad de salir pronto a (por lo menos) concretar una cerveza, desistimos del abuso de apps. Por suerte ninguna cayó en la agonía de las fiestas virtuales por Zoom o Habbo. Las páginas de porno feministas resultaron pagas e inaccesibles en esta crisis sin aparente fin donde debemos guardar hasta la última moneda para comprar arroz y el preciado papel higiénico. Las páginas hegemónicas, artificiosas y aburridas como siempre. En varias charlas que tuvimos siempre queda la duda latente de qué pasaría de ahora en más si todo esto se extiende. Si se normaliza y deja de ser apenas un paréntesis. ¿Cómo se supone que vamos a poder sostener relaciones afectivas o comenzar vínculos nuevos en un contexto bajo el cual no tenemos permitido acercarnos a menos de un metro? Un primo que está en España me contó que, con su novio, al vivir relativamente cerca, los primeros días acordaban ir a la misma hora al supermercado que tienen a mitad de camino de sus casas y por lo menos charlaban manteniendo esa segura distancia en la fila mientras esperaban que los dejen entrar, barbijo de por medio, sin poder acercarse, sin poder tocarse en lo más mínimo, vigilados de cerca por el resto de los ahí presentes. Y es que todo esto no solo hizo aflorar la solidaridad y empatía de muchos sino también el facho que disimulan y que está ávido de señalar con un recto dedo índice a cualquiera que quiebre los mandatos impuestos para mantener el orden sanitario de la Patria. Si de ahora en más nos vincularemos así sinceramente prefiero que el Mundo se acabe mañana. Con el paso de los días, suspendido cualquier esperanza de roce, poco a poco el monotema sobre sexo en todos sus aspectos fue quedando de lado. Con mi amiga seguir explayándonos como dos adolescentes vírgenes sobre algo que tal vez durante bastante tiempo no va a pasar terminó por frustrarnos. No porque fuera de cuarentena nos pasáramos los días de una amante a otra como dos ninfómanas sino porque ante la incertidumbre y el poco libre albedrío del que disponemos seguir lamentándonos es simplemente una tortura absurda. Así que nos resignamos al mandato de productividad durante la cuarentena y cada una buscó cosas con qué entretenerse. Ella optó por su tesis y planificación de clases virtuales; yo, mis escritos y el posgrado por Zoom, lo cual me está llevando bastante tiempo. La plataforma la improvisaron los primeros días de la cuarentena obligatoria y es claro que la armaron a los ponchazos. Subieron todos los archivos juntos sin ordenarlos por unidades y las consignas no terminan de ser concluyentes. Todavía no sé cuál es el uso que esperan le demos al foro ni a dónde debemos enviar las consignas y contestar las guías de lectura. Las clases virtuales se cortan cada 20 minutos, que es lo que dura la versión gratuita de la plataforma, y seguir lo que dice el profesor mientras todos se desesperan por dar su intelectual opinión en el chat es exasperante. Cuando se le pasó el resfrío y dejó de esperar su inminente muerte mi amiga empezó a salir a los pasillos y la terraza a tomar aire con la gata. Por lo menos pudo empezar a juntarse con sus vecinos de piso para amasar ñoquis y comer flan casero, haciéndose compañía mutuamente. Pero a esa altura las videollamadas ya se nos habían hecho costumbre y seguimos repitiéndolas sin ningún tipo de horario ni temática previamente pautada. 

Cuarentena. Día XIX: todas las noches un decreto nuevo y mil memes al respecto. Un comunicado de nuestro Ministerio de Salud recién recuperado. Un nuevo protocolo de acción, una nueva norma social poco clara y llevada a cabo de forma exagerada. Durante una semana tramité tres diferentes permisos de circulación para no tener que andar poniendo excusas cada vez que me parara la policía. Ninguno parecía muy seguro de qué pedir ni para qué. Para variar muchos aprovecharon el estado de sitio para pavonearse como dueños y señores de las calles, igual que en otras épocas pasadas de caos y miedo también poco felices. No leen los certificados, apenas se fijan en que coincidan los DNI en ambos papeles y ya. Pero es imposible sortear los molinetes y diferentes accesos a capital sin pasar por los controles. Los primeros días disfruté de la distopía. Las calles vacías, el clima cálido típico del comienzo de otoño. La boca del subte cercana a casa está cerrada así que camino diez cuadras hasta la siguiente, pasando por debajo de la autopista. La primera vez que salí aproveché para sacar fotos al recorrido que hago cotidianamente. Suelo ir siempre apretada en el subte y, después de los trasbordos, parada en el tren. Pero ahora es obligatorio ir sentados y no hay mucha gente por vagón. Sobra espacio. Los viajantes evitan sentarse muy cerca. Respetan las distancias. Incluso las exageran. Los colectivos circulan prácticamente vacíos y todo parece ralentizado. Como si el Mundo marchara a destiempo, espesado. El subte solo se detiene en las paradas donde se pueden hacer combinaciones o en las puntas de línea. Los accesos se convirtieron en una serie de tétricos túneles vacíos donde los carteles ya no anuncian cuando llega el próximo, sino que parpadea con la leyenda de “CORONAVIRUS” y debajo se lee la frase imperativa de “lávate las manos y tosé en el pliegue del brazo”. Los televisores informativos de los andenes ya no muestran videos aburridos de mujeres haciendo yoga, recetas irrealizables con las cosas que tengo en la heladera o el programa de algún teatro sino comunicados del presidente, noticias de los muertos minuto a minuto y consejos para evitar el contagio terminando siempre con la consigna “QUEDATE EN CASA” como un poderoso mantra que debemos repetir hasta el cansancio. 

Cuarentena. Día XXI: La cuarentena se extendió un mes más. Las cadenas hoteleras ya plantearon que las vacaciones de inviernos son una causa perdida. Algunos municipios, donde no haya casos de contagio, van a poder volver a un aparente ritmo normal, pero como domos: nadie sale ni entra. Alguien me aseguró que no nos van a dejar salir hasta la primavera. Al principio no quise creerle, pero cada día que pasa me resigno más y le doy la razón a sus augurios, muy a mi pesar porque me gustaría poder verla. Mis compañeros de departamento cayeron en la cuenta de que con cada comunicado el confinamiento se seguirá extendiendo, como una cinta de moebius infinita, sin pliegues ni dobleces. Nos seguimos turnando para salir a hacer las compras y soy la única que circula más allá del barrio, así que ahora me preguntan reiteradas veces cómo sigue afuera cuando llego a casa. Si hay más personas circulado, si todos usan como fue impuesto los guantes de latex y barbijos caseros ridículos creados a mejor estilo Art Attack porque los de las farmacias pasaron a ser artículos de lujo. Siento que cada vez que voy y vuelvo del trabajo es como si descendiera el inframundo. Para evitar un poco el bajón por el encierro mi compañera propuso hacer actividades juntos, charlar más en vez de cada uno estar encerrado en su cuarto con la computadora, abastecernos de cerveza con periodicidad y cocinar cosas ricas desafiando la gordofobia imperante a nivel discursivo que muchos ya no pueden disimular. En esa sintonía nos propuso un picnic de pascua en la terraza. Cocinó hamburguesas vegetas. Llevamos una lona, almohadones, música y lentes oscuros. Pasamos la siesta panza arriba mirando el cielo celeste, limpio de nubes. Las otras en la terraza cuando llegamos eran tres mujeres adictas al sol y la piel dorada que evidentemente se conocen desde siempre. Cuando mis compañeros bajaron al departamento y yo me quedé ellas improvisaron y me invitaron a una clase de elongación apta para la tercera edad que me dejó de cama. Ya me acostumbré a los controles y a viajar sola en los vagones. Me la paso con la vista perdida a través de las ventanas, mirando como las palomas se meten y andan dando vueltas dueñas de los andenes y asientos, buscando restos de algo para comer, volando de un lado a otro cuando las puertas del vagón se cierran. Lo que al principio parecía una expedición por los escenarios de The Walking Dead con el paso de las semanas se me naturalizó y dejó paso al cansancio, a dormir como siempre entre cada combinación y la inquietud por andar sola. Totalmente sola. Cuando a veces me cruzo con otros los observo descaradamente. Nadie saluda, nadie habla. Los transportes públicos están silenciosos. Ya nadie pasa ni pidiendo limosnas ni vendiendo nada. Los artistas callejeros ya no existen y la gente que por lo general duerme en las calles parece que fue barrida del mapa. Todo permanece tenso. Las caras se ven serias, cansadas. Hace ya una semana que solo veo ojos, cejas arqueadas o ceños preocupados como toda expresión facial. Nos vedaron las sonrisas cómplices. Todo queda guardado debajo de los barbijos. Cuando todo esto termine tendremos tal vez una gran reserva de sonrisas y carcajadas. Por ahora lo mejor es no mostrarlas. 

Cuarentena. Día XXV: dejé de ver noticieros. El incremento de casos de violencia de género y femicidios donde los asesinatos empezaron a viralizarse porque muchas fueron obligadas a estar encerradas con sus agresores, me dan pesadillas. Pero no consumir telebasura no me dejó por fuera de la realidad. Antes de llegar a mi trabajo la primera semana me encontré con una adolescente llorando, pidiendo ayuda. Se aferraba a los barrotes de una casa, rogándole al hombre que estaba adentro y que apenas había entornado la puerta que llamara a la policía. Pensé que tal vez la habían echado de su casa. En una milésima de segundos pensé mil cosas peores también. Pero al acercarme, manteniendo la prudente distancia de un metro y medio a pesar de querer abrazarla para aplacar su angustia, entre sollozos me explicó que le acababan de robar el auto y el celular. Cuando le dije que viniera conmigo, que yo trabajaba a media cuadra, que podíamos llamar desde ahí, el hombre se apresuró a gritarle de nuevo que se fuera y cerrar la puerta con llave. Le deseé internamente el triple de miedo y dolor del que tenía la piba. Días después, esperando en el andén, aburrida del libro que hace mil siglos que llevo en la mochila y no puedo terminar porque me desconcentro con cualquier cosa, levanté la vista. Al frente el tren que va hacia Lemos acababa de frenar. Iba vacío. Solo había una ventana abierta justo frente mío, con la persiana baja hasta la mitad. No veo bien de lejos así que tardé en entender que lo que estaba mirando era el torso de un tipo asomado a la ventana que con total impunidad se estaba haciendo una paja. Tardé tanto en asimilar lo que veía que cuando reaccioné el tren ya había arrancado, el tipo se había guardado la pija y yo me quedé ahí, con una mezcla de impotencia, bronca y asco, sintiéndome por primera vez en todo este contexto vulnerable y con miedo. Al mirar alrededor vi a un policía esperando el mismo tren que yo, boludeando con el celular. Nunca supe si lo había visto y se hizo el gil o simplemente no lo notó. Desde entonces volví a caminar con cuidado, a no tomar atajos hasta casa y evitar volver después del atardecer. Ni todas las historias de ciencia ficción y terror que consumo me dieron tanta aversión e incomodidad como esa simple secuencia, tan violenta como indescriptible. Tan simple. Tan síntesis de lo que se silencia desde siempre. De lo que vivimos a diario. 

Cuarentena. Día XXX: en varias partes del Mundo son muchos los laboratorios buscando una vacuna que nos salve y reestablezca el status quo de la realidad que conocíamos. Ya nadie habla de la deuda externa ni la suba del dólar. Todo el foco está puesto en el desabastecimiento de hospitales, la heroicidad del personal de salud y la amenaza del arribo de la curva. Hace un par de días unos médicos franceses postularon a África como el mejor candidato para las pruebas, creando un gran montaje global en las redes sociales. Parece que algunos recién ahora, en pleno siglo XXI, se enteraran que los llamados “tercer mundo” somos materia de experimentación de las farmacéuticas desde hace siglos. Sea como sea, en el amor y la guerra todo se vale. Sobre todo si los costos vitales son ajenos. Cada vez escribo más como forma de evasión y autopreservación. Trato de no perder comunicación con ninguno de mis afectos ni recaer en el fácil salvoconducto de la depresión o psicosis colectiva. Me la paso haciendo planes para primavera, para cuando los bares y centros culturales vuelvan a estar abiertos y pueda salir a andar en bicicleta tardes enteras con el sol picándome la piel y los músculos, ahora lánguidos, ya revitalizados. Cuando recupere la producción diaria de endorfinas y el buen humor libre de resignación. Los abrazos y besos. Las noches de insomnio, la cursada y los after office. No creo en dioses ni profecías. No estoy de acuerdo con los que especulan que cuando todo termine vamos a poder volver a la normalidad. No me gusta la palabra normalidad por todo lo que su semántica implica. Porque no comparto esa “normalidad” como algo positivo. Creo que esta pandemia, sea el plan de quien sea, divino o terrenal, no es una pausa en nuestras vidas. Es parte de ella y tal vez una oportunidad para que todo lo que conocíamos cambie de raíz. Una posibilidad utópica de que por fin mutemos todos los paradigmas que conocemos hacia algo mejor. 

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