Éxodo lalalero



Lalalá Acustic Bar. Fotografia: Tola Ponce Rodríguez 


Han comenzado a demoler la casona.
Pocos días después de la última de las últimas noches, la última de a las múltiples despedidas y adioses. Los escucharon llegar tan resacosas y adormiladas como los que seguramente aquella noche habían disfrutado de la última jam, de los últimos tragos entre camaradas, confesiones a media lengua y carcajadas aplacadas por la música sin fin y los pasos frenéticos de los bailarines de siempre, parejitas incansables, esquivadas a duras penas por las mozas en su ir y venir con pilas de platos, vasos y botellas. Danzarines habitués que se movían a los codazos entre los espectadores más tímidos que apenas tamborileaban los dedos o movían el pie, dejándose llevar, para luego aplaudir frenéticos y nunca querer irse, hipnotizados, atrapados en la cadencia de una tuba de boca ancha y el aullido ondulante del clarinete.
Cuando amaneció no había nada. Las hojas muertas del mandarino habían vuelto a cubrir cada centímetro del patio, camuflando servilletas manchadas, chapitas de cerveza, algún que otro corcho y un millón de colillas de cigarrillos. Los ventanales sucios, con marcas de manos apoyadas seguro por alguien que quiso evitar caer ante el mareo, permanecían cerradas, opacas. Las luces de colores dormidas, el escenario vacío, plagado de sillas huérfanas, abandonadas. Las mesas y banquetas amontonadas al azar, ya sin ningún orden o patrón. La barra pegajosa atiborrada de copas sucias y el hedor a encierro, humo y alcohol rancio. Nada parecía diferente a cualquier otro fin de semana. Salvo porque la bacha había quedado llena de platos sin lavar y restos de comida, los cubiertos sin hacer, los vasos sin fajinar.
Mientras ellas dormían habían vaciado la casona en un duelo tácito, acompañado de risas y recuerdos de épocas más doradas, con la nostalgia del que quiso demasiado sin presentir jamás un posible final. Incluso el botellón cubierto de parafina derretida, ese donde el dueño litúrgicamente todas las noches encendía una vela blanca  convirtiéndolo en una especie de faro para aquellos que iban a ahogar sus penas o escuchar buena música tambaleándose sentados sobre las banquetas, perdió su reinado en el rincón de la barra. Poco a poco todo fue a parar a cajas y bolsas de consorcio y los espacios vaciados quedaron sumidos en el silencio. Al menos por unos días nadie subió por la escalera de mármol, resbalando como siempre le pasaba a los más distraídos, ni prendió las hornallas para hacer pochoclos, ni escribió con tizas de colores en la enorme campana de la cocina.  
Adormilado por el perfume a humedad, el fantasma que se paseaba por las habitaciones vacías de arriba, escondida muchas veces en el baño donde se cambiaban las mozas, la cocinera y su ayudante, despertó asustada esa mañana y temió bajar. No sólo porque ya era de día sino porque los ruidos no le resultaban familiares. Algo ha cambiado. Alguien parece estar derribando las paredes internas, ampliando el corazón de la casona a fuerza de mazazos limpios, sin piedad. Se escucha de fondo una radio a.m. y las risas de los que trabajan despreocupados, discutiendo qué dejar y qué destruir. Sin comprender cabalmente la situación, ella los espía desde la terraza, los ve ir y venir, sin distinguir a nadie conocido, sintiéndose desplazada, desahuciada. Después de todo nadie le consultó si deseaba cambiar de concubinos.
Al igual que el fantasma, la colonia de hormigas que durante bastante tiempo había extendido su hogar por los zócalos y columnas de la casa hasta besar cada uno de sus cimientos tampoco comprenden qué pasa. Por qué todo ha cambiado. Las obstrucciones de los canales del hormiguero son críticas, sobre todo en el ala este, donde hay más y más cemento nuevo. Algunas de las columnas fueron directamente mutiladas para obtener mayor espacio. Las paredes húmedas, con sus murales gastados, fueron prolijamente picadas hasta quedar desnudas, con los ladrillos vistos. Las tablas podridas de la galería, que a cada paso rebotaban con cadencia al compás, fueron levantadas en su totalidad, dejando al descubierto no sólo parte del hormiguero sino también un cementerio de polvo, filtros de cigarrillo, pelo y hojas secas. Durante días se organizaron y por cada canal obstruido abrieron diez alternativos. Huyeron debajo de las baldosas hasta que el piso fue levantado y remplazado por relucientes cerámicos. Se refugiaron en los armarios viejos hasta que estos también fueron desmantelados. Y poco a poco, al igual  que el fantasma, se vieron arrinconadas por todos lados, sitiadas en su propia casa, extrañando de repente los quejidos del contra alto y la fuerza con la que el hombre de barba entrecana tocaba sus variadas y extraordinarias trompetas. Extrañaban a la mujer que las tentaba a salir de sus túneles para escucharla, con esa de voz potente y dulzura de niña; el olor a asado y los restos de comida al otro día en el quincho; la calidez cerca del escenario las noches que se llenaba de clientes, amigos y familia. Desorientadas y algo abatidas por unos días decidieron esperar en lo profundo de sus túneles a que todo se calmara.
Con el tiempo los intrusos dejaron de escarbar y remodelar su entorno. Pintaron las paredes de colores pasteles y llenaron los rincones de frases motivacionales vacías y sin rima. Pusieron en la vereda un hermoso cartel lleno de nombres extraños donde palabras como “ensalada” o “papas cheddar” fueron complejizadas bajo el concepto de “finas hierbas orgánicas de estación seleccionadas” o “rodajas de tubérculo crujiente estilo rústico bañado con un delicioso queso pálido de sabor agrio”. Al parecer ya no existía la posibilidad de pedir de postre un camionero o panqueques. Los vasos fueron remplazados por frascos, las plantas de los canteros del patio por macetones con plantas pulposas, cactus exóticos y lithops, los murales por cuadros clonados de Internet, tan parecidos a los de los bares de toda esa cuadra. Las luces dejaron de ser tenues y las lámparas de colores fueron remplazadas por otras de madera reciclada, parecidas a los faroles chinos. El viejo equipo de música fue substituido por uno más tecnológico que día y noche ofreció a sus clientes melodías de listas de reproducciones que combinaban lo mejor de la música de ascensor o centro comercial, alternando aleatoriamente bossa nova, jazz instrumental y hip hop. Donde antes estaba el escenario, el rincón donde tantos artistas compartieron su talento y disfrutaron junto a otros de lo que más amaban hacer, los nuevos dueños pusieron un hermoso plasma de cuarenta y ocho pulgadas, un Smart TV imponente donde podrían sintonizar video clips o los partidos durante los mundiales de futbol. 
Con el correr de las semanas era evidente que nada volvería a ser como antes. Las huérfanas soportaron un poco más con la esperanza de no tener que abandonar su hogar. Pero les fue imposible adaptarse al nuevo estilo, tan naif, tan insulso, tan trillado. El fantasma, ya aburrida de esconderse en el único cuartucho que los nuevos dejaron intacto, con su olor a encierro y sus baratijas de otra época más feliz, decidió salir de ese lugar, harta ya de escuchar melodías sin pies ni cabeza y conversaciones vacuas. Sin que nadie lo notara una noche bajó las escaleras de mármol, acariciando el barandal de madera a modo de despedida, tratando de no mirar alrededor para poder guardar en su memoria el bar como ella lo recordaba, con las velas de mechero en cada una de las mesas, el piano desafinado custodiando la entrada, las ventanas verde oscuro y las sillas blancas con la pintura saltada. Llena de tristeza se sentó en la vereda, suspirando, mientras la colonia de hormigas también emprendía la retirada, con sus reservas de comida y huevos de larvas sobre la espalda. Durante un rato las observó marcharse ordenadamente, en fila, rumbo a la Cañada, mimetizándose con el gris del asfalto. Hacía tiempo que no salía a vagar. Eran muchos los años que había permanecido cómoda y feliz en la casona, escuchando desde el primer piso las disimiles bandas, las carcajadas, el cotilleo de la cocina, las peleas y los feliz cumpleaños desentonados. Pero increíblemente en pocos días todo eso había desaparecido. Por lo menos físicamente.
Miró el resto de la calle, el alboroto de la feria. Volvió a resoplar de fastidio y se puso en marcha al escuchar que la lista de reproducción de todas las noches volvía a empezar y se repetía incansablemente en el bar del al lado, y el siguiente, el continuo. Y el de más allá.




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