México
Después
de horas andando, subiendo y bajando de peceros, entrando y saliendo del metro,
nada fue más gratificante que unas chelas bien frías en una de las terrazas de
La Condesa. Una vez sorteada la puerta, que se abría a la calle desierta como
fauces negras, sus pies fueron tanteando un camino apenas delineado, pasando de
una habitación a otra. Las escaleras de la casona se contorsionaba hasta el
cielo encapotado como una columna vertebral quebrada en disimiles pedazos, y a
cada piso al que accedían un sopor hipnótico las iba seduciendo. La pulquería
estaba atestada de gente. La noche se disfrazaba de calidez en medio de un
otoño tímido, apenas percibido. Las mesas se amontonaban como naipes mal
barajados y las conversaciones se entrelazaban como cadáveres exquisitos
improvisados en voz alta.
Entre
risas, uno de los que jugaban de local les contó a las corridas, sin pausas,
los lugares que podían visitar el resto de los días que pasaran en la ciudad.
Los lugares que no podían dejar de ver y a los rincones a donde mejor ni asomar
la nariz. La familiaridad se fue acentuando a medida que los vasos se vaciaban
y la tonada bailaba en sus labios sin resbalar. Las palabras se escabullían
atolondradas por la emoción en un castellano inteligible. Apenas podían entender
cómo, hablando la misma lengua, más de una vez debían pedir traducción de lo
que decía, buscar equivalencias a modismos, insultos, expresiones. Cada
neologismo era como una piedra en los zapatos que no permitía correr del todo
relajado sin que a cada paso mal dado se sufriese una pequeña tortura. A tal
punto que cuando la charla se hacía amena era un incordio andar buscando en el
glosario mental ante la cara de estupefacción del interlocutor. Así y todo nada
impidió que la conversación se extendiera. La vida nocturna mexicana es corta
pero la plática siguió hasta que los dueños les pidieron, ya de madrugada, que
por favor se retiraran para poder cerrar.
Amontonados
en una larga mesa, junto a otros extranjeros, después de un rato se hartó un
poco de prestar atención a tres temas de conversación distintos, encimados,
getoneados todos al unísono, y se quedó un segundo en silencio tratando de
descifrar que sentía, sin poder aún caer en la cuenta de que si en ese mismo
instante la dejaban abandonada en medio de una avenida no sabría como regresar,
no sabría a quien pedir ayuda. Su cabeza no terminaba de asimilar que había
cruzado todo el continente y que mirara donde mirase nada era familiar.
Abstraída en estos pensamientos sus ojos se quedaron observando con curiosidad
el edificio abandonado que estaba a un costado de donde se habían sentado. Una
propaganda de una gaseosa, fechada unos treinta años atrás, se derretía presa
del tizne del smog y la humedad. A medida que la pared se iba descascarando el
dibujo, opaco, difuso, parecía un rompecabezas mal trazado. Una vez más el
anfitrión tomó la palabra y al verla tan concentrada en la pared le explicó que
así como ese edificio, había muchos abandonados por todo el Distrito Federal.
Negocios, edificios de oficinas, casonas. Ruinas en plena ciudad que la
vorágine del progreso iba dejando atrás, fagocitadas por mega construcciones
futuristas, cadenas de comidas rápidas, tiendas y centros comerciales. Quedaban
así, vacías, anquilosadas en un tiempo no muy lejano pero ya olvidado, siendo
para algunos boletos gratuitos a la memoria. En este caso a una bebida que
todavía se conseguía en los kioscos cuando él era un infante, cuando aún
llevaba pantalones cortos y las rodillas llenas de roña.
Desde
esa noche y sin proponérselo tomó nota mental de cada uno de los olvidos
desperdigados al azar. Por lo general se topaba con ellos sin querer, al
levantar la vista y ver por la ventanilla, al cruzar la calle dos semáforos
antes o confundirse y bajar del carro un par de paradas después de la prevista.
Se tropezaba con paredes maquilladas de grafitis fosforescentes; o edificios
con las ventanas cegadas, tapiadas con tablones o ladrillos y concreto; casas
de principios del siglo pasado asfixiadas por plantas que nacían desde sus grietas;
carteles y propagandas testigos de otras décadas, otra ciudad, otro ritmo de
vida.
Al final
de su estadía, después de subir y bajar miles de escalones que los
precolombinos gastaron sin soñar siquiera con la esclavitud y las pestes;
después de entrar a cada catedral, iglesia y templo impregnadas de biografías
de hombres anónimos en sus retablos dorados; de andar y desandar callecitas o
mercados con olor a guayaba, tacos de tripa y especias, no pudo olvidar cada
una de las ruinas urbanas que cruzó sin querer. Sentía que en ellas, dejadas de
lado en los circuitos turísticos, se guardaban también historias importantes.
Mínimas, intimas, pero historias al fin. Pensaba que cada una de esas paredes
había escuchado secretos y confesiones que jamás podrían revelar. Habían visto
amantes y enemigos, familias numerosas, suicidas, viajantes perdidos, el
nacimiento de criaturas y muertes prematuras. Venganzas sin sentido. Felicidad
y enfermedad. Crímenes, plagios, fugas. Tal vez en sus ladrillos guardaran la
melodía de un gran músico aprendiendo sus primeros acordes. Los gemidos de un
primer orgasmo. Los susurros de una nana cantada a un berrichoso que despertó a
las dos de la mañana o las interminables mañanitas del Rey David. El olor a
tacos dorados y quesadillas. Carcajadas con aliento a mezcal.
Alguna
promesa y los últimos besos antes de un adiós.
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