Necrópolis


En esta ciudad de anónimos son muchos los necrófilos que se adoran
mutuamente. Muertos en vida practican un amor histérico, sentados
frente a máquinas dadoras de un falaz oxigeno. Títeres de
revistas del corazón y mensajes de texto, se juran fidelidad con la
lengua de otro zombie atravesada en la tráquea. Se miran sin ver, suponiendo
sin hablar. Especulan desde sus recintos conjeturando que
a su alrededor el putrefacto amado gira como un satélite con la cara
llena de cráteres por un acné adolecido. Murmuran romances dramáticos
sin la vitalidad simple del sentimiento genuino. Se creen
protagonistas de un gran film hollywoodense, meloso y patético.
Imitan sin sentir lo que se finge en las pantallas, en las veredas, en
las poesías más dulces y asonantes. Practican una necrolatría supraterrena
y juran en nombre de corazones atravesados por flechas
para después compadecerse, solitarios, arrastrando cadenas como
almas en pena por todos los rincones de una escenografía de ultratumba,
de cartón pintado y cartapesta.




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