Humahuaca


Mientras espiaba la calle vestida de apagón, sentada en el escalón de donde pedí unas empanadas, los tres hermanitos se me acercaron parar charlar a media vos, bajito, en un monólogo lleno de ojos abiertos grandes a más no poder y gesticulaciones de manos sucias, blancas de talco.
Los dos más chicos se interrumpen y ríen. Entiendo apenas lo que me quieren contar. La carita redonda, de tez trigueña. Nacidos en el corazón del norte no cuentan con más de cuatro años entre estas callecitas, cuidados por el Indio que se alza guardián sobre el pueblo. La más grande vigila. Sonríe y habla solo con la mirada. Su perfil se recorta en la luz que se escapa desde adentro del puesto, junto con el olor a cebolla y frituras. Hay un eco apagado del relator de un partido en blanco y negro. Un perro pasó de largo, adentrándose en la nada. Sus uñas iban apuradas raspando el empedrado. Un foco de luz apenas lo delató una cuadra más allá antes de que doblara la esquina.
Sin que me diera cuenta el menor se sentó a mi lado, bien cerquita. En un susurro me contó su nombre y, antes de irme, con los ojos vueltos a la negrura, me pidió que tuviera cuidado. Que los diablos andaban sueltos. 








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