El coro
En
el centro de la escena, vestida de negro, impecable y de talla pequeña,
demuestra presencia. Un acá estoy demasiado intenso para pasar desapercibido.
La cabeza en alto. El porte de un dictador afeminado, una amazona presa del
enanismo congénito.
Como
una encantadora de serpientes suspira y comienza, quebrando con su pantomima el
silencio de la sala. El grupo no pierde de vista sus movimientos. Sus manos
acarician el vacío con dulzura. Extraen de cada garganta los sonidos,
transformándolos en armonías melodiosas. Las notas parecen correrla, apurar sus
contorsiones. Y en su carrera mira inquisidora e insistente a la muchedumbre
que tiene delante para que sólo exhalen lo que sus dedos a cada señal
requieren. Sólo eso.
El
publico, estático, escucha en un sopor fuera del tiempo mientras ella se agita,
sonriente, llena de placer. Bajo su poder, con el solo lenguaje de sus manos,
los coristas permanecen en trance, hipnotizados. Acataran ordenes mudas durante
varios minutos, hasta que el final del programa y el eco de acalorados aplausos
los devuelvan a la realidad y deban inclinarse para saludar.
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